2. La devastación actual
Los pueblos de Morelos hace décadas presenciamos cómo el crecimiento de las insaciables ciudades de Cuernavaca y Cuautla, cómo el turismo depredador, y cómo las modernas industrias y agricultura basada en el uso indiscriminado de agresivas sustancias químicas han venido devorando nuestras mejores tierras, nuestros ríos y manantiales, las barrancas, las selvas bajas y los bosques, con toda su diversidad de árboles y especies. Cada nuevo día nos preguntamos ¿De qué nos sirvió tanta lucha por la tierra y el agua, si todos nuestros recursos están siendo cada vez más destruidos y saqueados?
Los pueblos estamos presenciando cómo avanza la imparable deforestación del Corredor Biológico del Chichinautzin, del área natural supuestamente protegida de El Texcal, la urbanización sobre los numerosos manantiales del área protegida de Los Sabinos, en la naciente del río Cuautla, la implacable deforestación de cada vez más barrancas en Cuernavaca, así como la manera en que cada día se ahonda y expande la enorme herida que la cementera Moctezuma le infringe al área “protegida” de la Sierra de Montenegro.
Nuestros bosques, que son las esponjas que absorben el agua que consumimos todos, son destruidos porque los gobiernos federal y estatal además de alentar la ruina económica de los pueblos campesinos permiten que florezca la tala clandestina en la Sierra del Chichinautzin, muy especialmente en la región de las lagunas de Zempoala.
Las barrancas, que durante siglos sirvieron para que se desarrollaran especies de flora y fauna, se animaran los arroyos y se regulara el clima, hoy están en peligro de desaparecer porque en ellas se construyen grandes unidades habitacionales, se pretenden instalar carreteras o libramientos o están en vías de destrucción porque se las usa como tiraderos de basura a cielo abierto, como ya ocurre en Cuernavaca.
Nuestros cerros y montes, que son nuestra protección, porque permitieron que hace miles de años se estableciera la comunicación entre los pueblos y el intercambio de productos, ideas y tradiciones, hoy están siendo destruidos por la voracidad de las empresas y la corrupción de los tres poderes y los tres ordenes de gobierno, que se aprovechan privadamente del patrimonio de todos.
Los morelenses somos testigos de cómo la disolución de nuestra vida comunitaria y la corrupción de nuestras autoridades han permitido que se ensucien de forma indescriptible nuestros canales, apancles, acueductos y jagüeyes. También vemos cómo se pierde progresivamente la nieve del Volcán Popocatépetl, mientras se secan los ríos Amatzinac y Cuautla o mientras todos los ríos siguen el destino del Apatlaco y el Yautepec, que se convierten en canales de desagüe mientras sus saltos de agua y sus barrancas se convierten en basureros, lugares tan contaminados que se vuelve imposible vivir a su lado. También hemos sido testigos de cómo los principales acuíferos del estado, en El Texcal de Tejalpa y en la Colonia Manantiales de Cuautla, hace ya muchos años han sido concesionados a la poderosa empresa FEMSA-Coca Cola, que no rinde cuentas a nadie sobre la enorme cantidad de aguas extraídas.
Las aguas superficiales de Morelos están a punto de desaparecer porque la urbanización salvaje que ocurre en nuestro entorno demanda un consumo cada vez mayor de agua, sin que se le impongan restricciones a la perforación de pozos de la industria o a las empresas inmobiliarias, que sólo la saquean y no nos devuelven más que podredumbre. Mientras las ineficientes plantas de tratamiento que ya existen o las nuevas que se planea construir sólo son entendidas por los poderosos como una nueva oportunidad de hacer más negocios privados, en el momento en que los gobiernos municipales decidan delegar a estas empresas particulares el manejo comercial de estas infraestructuras.
Pero aunque la escasez del agua avanza a ojos vistas, la Comisión Nacional del Agua, sin tener un verdadero registro histórico de los afluentes, mantiene con cinismo que estos no han disminuido. Llegando al extremo de manipular los aforos que establecen la capacidad de los acuíferos, para desde ahí construir un discurso oficial de supuesta sobreabundancia del agua, que le permita autorizar cada vez mas perforación de pozos e insultantes gastos de agua a las industrias o las unidades habitacionales, mientras a los pueblos les dora la píldora hablándoles de que hay agua suficiente para un continuo crecimiento rural.
¿A alguien le podría extrañar, en un contexto así, que el mismo director nacional de la CNA haya recientemente defendido a la empresa Urbasol declarando que su proyecto de la Cienega no afecta a las reservas de agua del lugar?
Pero, como en realidad ya no hay agua de sobra, y cada vez resulta menos suficiente para todos, los pueblos que conservan las originales dotaciones de agua de sus manantiales, ya no logran hacerlas valer, pues ni brotan los recursos que se dicen ni el abasto logra llegar hasta los pueblos; eso, mientras otras nuevas comunidades faltan incluso de ser registradas. De manera que este manejo oficial del recurso, que autoriza la sobreexplotación de los acuíferos, ofrece información falsa para confundir a los pueblos, permite la contaminación indiscriminada de los ríos, solapa la inoperancia de las plantas de tratamiento y eleva las tarifas de agua, en realidad está encaminado con gran dolo a fomentar los conflictos entre los pueblos.
Como ya ha ocurrido en muchos otros lugares del país, el agua profunda de los acuíferos se convierte en un bien privado, cada vez más escaso, más codiciado y más caro, mientras el agua rodada, que mal sobrevive en nuestros campos, aunque se mantiene como un agua barata es de cada vez de peor calidad, por una contaminación que adicionalmente redunda en la destrucción de la diversidad de animales acuáticos o terrestres, así como de las plantas que crecen en las riberas de los ríos. Destrucción y contaminación de los manantiales, ríos, canales y apancles, y pérdida de los pozos artesanos, que implica la destrucción de nuestras formas de alimentación, plantas medicinales, posibilidades de higiene y nuestras formas de vida, con todo y la riqueza cultural que la sustenta.
Nuestros pueblos han tenido que sufrir, durante décadas, la imposición gubernamental de criterios autoritarios sobre el uso de nuestro propio territorio. Así, Alpuyeca y Tetlama fueron sacrificadas durante más de 30 años con la operación de un tiradero de basura a cielo abierto que se convirtió en una montaña y enfermó, deformó y mató a decenas de pobladores hasta que los pueblos dijeron “no más” y salieron a las carreteras hasta lograr que se cerrara. Pero ahora, como las ciudades grandes “necesitan” un espacio para tirar su basura, pretenden hacerlo otra vez en pueblos como San Antón, Anenecuilco y la Nopalera, San Rafael, Yecapixtla, Moyotepec, Cuentepec o Axochiapan, sin tomarnos en cuenta, sin hacer verdaderos estudios de impacto ambiental, pero sobre todo, sin hacerse responsables de la destrucción que generan las basuras modernas en nuestras tierras, nuestros ríos y manantiales, en nuestra salud y en nuestras vidas.
Lo único que miran los gobernantes y las empresas que privatizan los basureros son oportunidades políticas y económicas, instrumentos de presión mediática y “espacios vacíos”, o si acaso “improductivos”, porque muchos de nosotros todavía somos campesinos e indígenas. Ellos sólo ven cómo hacer negocio con nuestras tierras, sin importarles que aún las produzcamos, las habitemos y las cuidemos.
En suma, el estado de Morelos, en algún tiempo considerado como un lugar privilegiado por su clima, sus manantiales, sus tradiciones y la calidez de su gente, está perdiendo hoy de forma irreversible todas sus riquezas naturales y culturales, al mismo tiempo en que los pueblos de Morelos estamos en cada vez peores condiciones económicas, ambientales y sociales, debido a que en nuestra entidad predomina la injusticia. Nuestro territorio es visto por el gobierno federal, estatal y municipal como un botín, como una fuente de enriquecimiento sin límites para unos cuantos, mientras a nosotros se nos despoja de aquello a lo que hemos dedicado toda nuestra vida a cuidar y compartir comunitariamente: el agua, la tierra y el aire.
Anteriormente, la iglesia se encargaba de confesar a los pueblos para poder castigar ejemplarmente a quienes osaran rebelarse contra el poder de las haciendas. Como el despojo de tierra era causa de continuas quejas, peticiones de justicia nunca escuchadas, continuas rebeliones, motines y levantamientos, la iglesia estaba ahí para predicar desde el púlpito y el confesorio que las injusticias, despojos y la explotación obedecían a leyes divinas. Como en la actualidad hemos retornado a una nueva era de arrebatos de los bienes de los pueblos, pero la iglesia ya no puede auxiliar en esta función, ahora son los funcionarios públicos, principalmente de la Comisión Estatal de Agua y Medio Ambiente (CEAMA) y sus ingenieros, hidrólogos, biólogos, etc., quienes auxiliados por los medios de comunicación, se encargan de predicar el nuevo catecismo según el cual la expansión ilimitada de las ciudades, la devastación de las tierras y el despojo y agotamiento de las aguas, no implican “científicamente” problema alguno, además de obedecer el sagrado designio de las leyes del mercado y de la especulación global, así como del progreso científico técnico de la humanidad.
Por ello, aunque durante el periodo colonial y el porfirismo éramos esclavos o peones, actualmente la gente viene a estar igual o peor, porque cada vez más empresarios y funcionarios, en no pocas ocasiones verdaderos delincuentes ambientales, aprueban todo tipo de proyectos, deciden por nosotros, compran tierras a precios bajos o directamente expropian nuestros recursos, explotan nuestro trabajo al tiempo en que marginan a una parte cada vez mayor del pueblo campesino e indígena de Morelos.
Los sucesivos gobiernos de la entidad aplican de esta forma lo que sabemos es una política general del gobierno federal mexicano: la destrucción sistemática del campo y de los campesinos. La absorción en las ciudades o la expulsión por la migración de los pueblos originarios, para abrir paso a la apropiación privada de los recursos naturales y la expansión irracional de las ciudades, los comercios, los hoteles, los centros de convenciones, los balnearios privados, las carreteras, las gasolineras, los centros comerciales, los campos de golf, las universidades privadas, los aeropuertos, los rellenos sanitarios o los tiraderos de basura a cielo abierto, los incineradores de basura, los mega viveros comerciales, los supermercados y las tiendas de conveniencia.
Inmuebles e infraestructuras que para nosotros sólo representan una mayor escala de destrucción de nuestros recursos, nuestras formas de vida, nuestra cultura, nuestra organización comunitaria y nuestra salud.
Por todo esto, durante los últimos años nos hemos dedicado a resistir y a enfrentar las agresiones. Por todo esto, es que hemos emprendido luchas históricas para defender nuestra existencia contra el despojo de nuestras tierras, ríos y manantiales, como fue el caso de la lucha anterior de los pueblos de Tetelzingo y Xoxocotla contra la construcción de dos aeropuertos, o la lucha del pueblo de Tepoztlán en contra de un club de golf; así como en contra de la deforestación y la destrucción del patrimonio cultural de Cuernavaca, cuando la corporación Costco emprendió la destrucción del Casino de la Selva o la lucha de la comunidad de Ocotepec por la defensa de predios colectivos en contra de la construcción de una mega tienda Soriana. O, como actualmente es el caso de la lucha de los pueblos de Xoxocotla, Tetelpa, Santa Rosa 30 y San Miguel 30, Tetecalita, Tepetzingo, Acamilpa, Pueblo Nuevo, El Mirador Chihuahuita, Temimilcingo, Tlaltizapán, Huatecalco y Benito Juárez, que defienden la supervivencia de sus manantiales Chihuahuita, El Zapote, El Salto y Santa Rosa; así como la lucha en contra de los basureros a cielo abierto o rellenos sanitarios en Alpuyeca, Tetlama, Yecapixtla, Axochiapan, Cuentepec, Anenecuilco, La Nopalera, San Antón, San Rafael y Puente de Ixtla; contra las gasolineras y estaciones de gas contaminantes en San Isidro, Ocotepec, Jiutepec, Cuautla y Cuernavaca; contra la destrucción de la barranca de Los Sauces en Cuernavaca; contra la construcción de libramientos carreteros, como en Huitzilac, y en los bosques del poniente de Cuernavaca o contra la construcción de la carretera Siglo XXI (Veracruz-Acapulco), en Popotlán, Amilzingo Ahuehueyo, Tenextepango, El Salitre y las Piedras; contra la deforestación general de nuestros bosques en la Sierra del Chichinautzin y El Texcal; contra la expansión irracional de las defectuosas y destructoras unidades habitacionales, como las edificadas en los municipios de Xochitepec, Jiutepec, Cuernavaca o Emiliano Zapata; contra la criminalización, el hostigamiento y la persecución de nuestras luchas; contra el despojo de tierras en todo el estado y contra la privatización de los servicios públicos de agua, recolección y manejo de basura o el desmantelamiento de nuestras formas ancestrales de producir, intercambiar, de organizarnos y disfrutar la vida.
Pero también, nuestra lucha es por defender espacios dignos de convivencia colectiva, que todavía existen en nuestras comunidades, por recuperar y aprovechar los recursos que son de todos, en beneficio de los pueblos, por rescatar nuestra lengua y costumbres, por adoptar formas racionales de desarrollo económico, y por gobiernos honestos, al servicio de los intereses de las comunidades y no de los empresarios corruptos. Nuestra lucha es por lograr autonomía en nuestras decisiones y en la forma de gobernarnos como pueblos; por darnos a nosotros mismos y a nuestros hijos, nietos y los que vengan después, una garantía de existencia saludable y sustentable.
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