miércoles, 13 de enero de 2010

La pelota de plástico
Por: Nithia Castorena Sáenz

Sí. Claro que sí. Estaba consciente de su desgracia, que en sí no era una sola sino muchas, exponencialmente muchas que se convertían a sí mismas en una inmensidad, como gremlins bajo la lluvia.

Su desgracia detonante era la biodegradabilidad del plástico. ¿Por qué?, se preguntaba consternada, ¿por qué empaquetar y envasar lo necesario para la vida en envases plásticos que afean el panorama y que jamás se deshacen?. Y cuando lo llegan a hacer, hay parte de ellos que se queda para siempre en la tierra. Sí. El término para siempre no es algo natural, sino humano, en el entendido de que la naturaleza no haría jamás algo tan siniestro. No. La capacidad de la naturaleza para siniestrar el mundo culminó cuando el primer humano pisó la tierra y nadó en el agua. Y ella inocente, ingenua, ¿cuándo se iba a imaginar que la raza humana sería capaz de provocar la implosión de su entorno?

Sí. Claro que sí. Aquella especie catastrófica se imaginó el centro del universo, luego juró que la tierra era plana y de ahí a que eran los únicos seres inteligentes en años luz a la redonda. Ese era el verdadero siniestro del mundo y había empezado por ahí, por los humanos. Sí. Claro que sí. Las humanas también, pero ellas en menor escala pues estaban psicológicamente incapacitadas para maltratar y físicamente incapacitadas para cogerse a la tierra, cosa que los hombres hacían constantemente. Es así que es hombre aquel que dirige la empresa tal y cual, la de las estrellitas y la de la tachita chaparra, la de la F mayúscula y la del logotipo en manuscrita blanca sobre fondo rojo. Todos hombres. Bien hombres. Con la cosa aquella tan inquieta que se cogen a la tierra y a sus representantes en cada oportunidad.

Así pues el mundo ha rodado como pelota a la deriva sobre las olas. Flotando apenas por una ley física incomprensible e indeseable en estos casos, pues le vendría bien hundirse de una vez. Si así fuera. Si el mundo se hubiera ahogado con la primera catástrofe ocurrida en él, Adriano no hubiera tenido que presenciar las decadencias heredadas por Roma y Alejandro al mundo: la voracidad imperialista, en su primera expresión escrita para la historia. O el mundo no hubiera sido víctima de la palabra de dios escrita dos siglos después de la muerte de Jesús. No. Se habría ahogado desde la lectura del orden de los evangelios siquiera. O es más, en el siglo V, cuando alguien tuvo la genialidad de inventar el sacramento de la confesión, que la iglesia cobraba caro, la pelota del mundo debió haberse ido en picada hasta el fondo del mar.

Sí. Claro que sí. Si el mundo fuera una pelota a la deriva en cualquiera de los océanos conocidos, tal vez habría soportado todas aquellas tragedias sólo gracias a la funesta biodegradabilidad del plástico. Al menos debió hundirse en la terrible y decadente edad media, en alguna epidemia europea de inicios de milenio, en los albores de la masacre y el exterminio de Amerricua, en la varicela, en el sarampión, en las minas de Potosí y Ouro Preto. Pero no fue así. Todo a consecuencia de la biodegradabilidad del plástico.

Luego vino la capitalización de las riquezas por parte de Portugal e Inglaterra, por adeudos de España. Y la pelota siguió flotando. Y lo hizo a pesar de la revolución industrial. A pesar de la presunción de la revolución francesa que devoró, con las mismas mañas sucias de los oligarcas, lo que debía preservar. A pesar de los monocultivos de café, caucho, cacao y caña de azúcar en América. A pesar de las casi simultaneas independencias fallidas en ese territorio. A pesar de Wounded Knee y su paso por Chicago y Puerto Rico. A pesar de la masacre ordenada por Juárez en Juchitán, cuando era apenas gobernador. A pesar de los muertos. De los vivos marcados, quemados por aquella barbarie siniestra que seguía reproduciéndose en el mundo. A pesar de todo esto la pelota ojete del mundo siguió flotando en ese mar del universo.

Sí. Claro que sí. La pelota, por su artículo femenino, tenía esa cosa de mujer que encamina a la esperanza, a la necedad casi.